LA MIRADA DESDE EL OLIMPO
Cierta leyenda griega cuenta una conversación entre Zeus, el mítico dios de los rayos, dueño del universo conocido y desconocido por los griegos, y su primera amante, Metis, diosa de la prudencia y la perfidia: “Lo que ha sido creado por mí, ya no me pertenece”, se quejó Zeus. “Ya pertenece a otros y eso me entristece. Por suerte, ellos, las criaturas que he creado, no se imaginan que son dueños de lo que hice”. Metis, cuenta la leyenda, sonrió y se acercó a Zeus, lo abrazó y le señaló hacia la tierra: “Jamás nadie podrá arrebatarte lo que has creado”, le dijo al poderoso Dios, “todo eso que ves desde aquí, allá abajo, en el mundo de los hombres, te pertenecerá siempre que lo mires”.
Hablaban desde el Olimpo, desde la montaña donde los dioses griegos moraban; y desde allá, visto desde arriba, como sólo los dioses podían hacer entonces, contemplaban las maravillas que ellos dominaban, pero, según cuentan muchas leyendas, algunos estaban entristecidos porque al darle independencia a la criatura creada, esta criatura había desatado sus amarras y estaba conociendo el poder de hacer en la tierra sus propios mundos. Metis, de algún modo, lanzó otra de sus tantas profecías: a los dioses del Olimpo, si querían conservar toda la belleza que habían creado, debían reconquistarla, debían querer como si fueran propios incluso esos mundos creados por los simples mortales y para hacer eso bastaría una mirada.
Siempre que miro la obra artística del pintor cubano Gustavo Acosta me viene a la cabeza esa anécdota que, además, creo está vinculada al nacimiento del arte; primero, porque muchos aseguran que fue allá, en la Grecia de los tiempos primeros, cuando el arte adquirió cuerpo en el concepto con el que hoy lo contemplamos; y segundo, porque nadie podrá negar que un artista es una especie de Dios que crea sus mundos para que otros sean sus dueños y, como los dioses del Olimpo, siempre, bajo el peso implacable de la nostalgia que se siente por lo que es de uno y se ha perdido, tendrá que conformarse con mirar, con rescatar en la memoria, mediante una mirada, lo que alguna vez le perteneció. Pero eso mismo, la mirada nostálgica de lo creado, le permitirá comprobar que sigue siendo el creador y dueño de ese mundo que, en algún momento, pasó a ser también propiedad de otros. Es, ésa, una condición del arte que nadie discute.
Gustavo Acosta es, visto de ese modo, un dios irreverente (como aquel Prometeo que se condolió de la especie humana y bajó a enseñarles las artes del fuego, desafiando a Zeus) y ya ha creado tantos mundos, pincel mediante, que podemos hablar de una geografía única, individual, íntima, de este pintor. Basta lanzar la mirada a su obra y allí la encontraremos: todas las ciudades de su isla, Cuba, son ciudades que, desde sus cuadros, le pertenecen, fragmento a fragmento, como una isla multiplicada por la magia de su mirada; y junto a esas ciudades, a esos fragmentos de ciudades de la isla, puede encontrarse, también, el mundo diverso de otras geografías por él creadas, una geografía que pasa por muchos otros países y que forma un arco visible, hermoso, nostálgico, siempre corrosivo e irreverente, que va desde Madrid hasta Miami. Todas las caras de ciudades, de rincones de esas ciudades, de perspectivas aéreas de esas ciudades, existen para demostrar algo que me parece una de las tesis más logradas en la obra plástica de Gustavo Acosta: a falta de la ciudad real, geográficamente real, vivencialmente real, que le han arrebatado los avatares de la política nacional cubana que lo lanzó al exilio, el artista va por el mundo habitando una ciudad por él creada, una ciudad que nadie podrá arrebatarle nunca: siempre será suya cuando la mire y, como además ha creado esa ciudad para que muchos otros sean sus dueños, esa ciudad no podrá destruirse, aniquilarse, hundirse en las ruinas de la miseria y los miedos, como ha sucedido con aquella isla-ciudad que le arrebataron en 1994 cuando supo que tendría que contemplar, también, aquella isla, Cuba, su isla real, desde la nostalgia y la distancia.
Nadie ha de extrañarse de la irreverencia y la rebeldía de Gustavo Acosta: aunque muchos quieran negarlo, sobre todo ciertos círculos de poder cultural, ciegos de rabia e impotencia, existe en la historia de las artes plásticas cubanas un antes y un después de la generación artística a la cual Gustavo Acosta pertenece. Una generación que, en aquellos años (setenta, ochenta e inicios de los 90), a su irreverencia y a su rebeldía, propia de la juventud de la mayoría de sus miembros, agregaba una sólida formación artística y una conciencia poco común de la libertad que, como artistas, les había sido otorgada por ese reino de libertad que es el Arte ( así, con mayúsculas). Esa conciencia, y esa formación, eran cosas demasiado peligrosas para quienes tallaban, mediante absurdos trazos ideológicos, los cauces que debían seguir los jóvenes artistas, escritores e intelectuales cubanos. Y el enfrentamiento no se hizo esperar.
El antes y el después en la historia de las artes plásticas cubanas, pésele a quien le pese, existe, y es amplificado hoy, otra vez desde la irreverencia y la rebeldía, por muchos pintores que, desde la isla, crean sus mundos independientes, libres (los he visto, por suerte o desgracia no en las galerías oficiales). Y esa amplificación existe porque antes aquellos a quienes llamamos “unos locos pintores” (Jose Bedia, Tomás Esson, Carlos Garcia de la Nuez, Arturo Cuenca, Carlos Cárdenas, Ana Albertina Delgado, Pedro Vizcaíno) habían decidido retomar la libertad de expresar y crear, libremente, sus mundos y sus sueños. Y lo han seguido haciendo en esos sitios del mundo adonde se vieron lanzados a vivir para poder conservar su libertad creativa.
Desde la experiencia que, como artista, ha ganado con el paso de estos años, y sobre todo desde esa experiencia traumática y enriquecedora que es el exilio, contemplar ahora la obra artística de Gustavo Acosta es redescubrir mundos que son muy cercanos a nosotros, los cubanos: en su pintura está la rebeldía contra el desarraigo mediante esa configuración de mundos que van a sustituir la isla que le ha sido arrebatada; en su pintura existe un profundo homenaje al “viaje”, pero no se trata de un viaje de huída, ni de un viaje de adiós, sino de un viaje de reencuentro con las raíces, un viaje de enriquecimiento, de crecimiento personal (y es éste otro rasgo de esa rebeldía en Gustavo Acosta: se resiste a que el viaje signifique solamente pérdida, como aseguran los voceros culturales de la isla que le sucede a todo el artista que se va de Cuba); en su pintura, además, hay una reconstrucción de esas imágenes que todos los cubanos llevamos a todas partes: rincones de las ciudades que hemos habitado, impactos tecnológicos que hemos vivido como parte de nuestras vidas cotidianas (los aviones, las grandes fábricas, el humo envenenando el cielo, etc.) y artefactos que nos marcaron en la infancia (he visto, por ejemplo, un símbolo que a mi generación le es muy querida, la noria a la que tanto añorábamos subir en aquellos raros parques de diversiones que hoy ya no existen); en su pintura vemos también un espacio singular, muy importante, dedicado al éxodo, pero no al éxodo como cruz sino al éxodo como elemento natural en la historia de la humanidad, al éxodo como ese eslabón de la historia que es uno de los motores del desarrollo de la especie humana, y especialmente, al enorme papel que ha tenido el éxodo para la formación de esa nacionalidad, de esa tipicidad como nación, de la cual los cubanos nos enorgullecemos.
Mirar los cuadros de Gustavo Acosta es, para mí, recuperar muchos espacios perdidos. Recuerdo que hace un par de años, mientras observaba uno de sus cuadros, tuve la impresión de estar reviviendo aquella noche de mediados del 90 en que el avión dejaba atrás las luces del México DF. donde yo había vivido un tiempo. Lo agradecí porque hacía cerca de 10 años que no contemplaba tanta belleza, y supe, una vez más, que siempre alguna llave abrirá esa caja donde guardamos, en la memoria, los buenos recuerdos. Un cuadro de Gustavo Acosta fue, en esa ocasión, esa llave.
Pero aquel día, además del recuerdo despertado, descubrí algo que ahora, cuando escribo estas palabras, veo con más claridad: Gustavo Acosta es un maestro en el arte de sacar provecho, de enviar mensajes desde el contraste de la luz y la sombra, de la fosforescencia y la bruma, apelando a un sentimiento de raíz biológica, típico de la especie humana: el análisis de nuestra propia existencia a partir de la influencia en nuestra vida cotidiana de la oscuridad y la luz. Ese contraste, presente siempre en todos sus cuadros, es uno de sus mayores logros y es, obviamente, una de las características que distinguen su obra de la obra de otros pintores que crean desde una perspectiva artística similar.
Lo negro (que en materia de símbolos para el ser humano representan la muerte, lo negativo, lo oculto, lo misterioso, el miedo, el silenciamiento, etc.) en contraste con los espacios blancos y de luz (que significan la vida, la esperanza, lo positivo, lo visible, lo comprensible, la libertad, etc.) forma un cuerpo de significaciones éticas, filosóficas, de búsqueda individual que otorgan otros significados a la aparente tranquilidad de la imagen, sobre todo en aquellos cuadros donde la mirada de Gustavo Acosta se ha detenido en fragmentos de esa arquitectura que nos rodea y que, casi siempre, ni siquiera notamos. El gigantismo de esas imágenes arquitectónicas, o la mirada puesta en los detalles intrascendentes (columnas, luces, ventanillas de los aviones, escalones, trazado de las calles, cúpulas de iglesias o fábricas, etc.), o ese vacío que vemos a primera vista en sus cuadros (vacío falso, pues sus cuadros están llenos de la vida que no vemos porque nunca nos fijamos), se unen a su especial empleo del color negro para (otra vez por contraste con los colores que ofrecen idea de luminosidad) dotar a sus cuadros de una vida que nos trasmite un mensaje: “esta es la hermosa realidad en la que nos movemos sin contemplar su belleza”.
Gustavo Acosta, en fin, desde ese Olimpo íntimo, personal y único donde habitan los verdaderos artistas del pincel y los colores, sigue creando sus mundos para nosotros, y nos permite ser dueños de esos mundos, mientras sonríe cuando una voz le dice al oído: “Jamás nadie podrá arrebatarte lo que has creado, Gustavo. Todo eso que ha nacido de tus manos, de tus sueños, aunque lo hayas dejado ahí, en el mundo de los hombres, te pertenecerá siempre que lo mires”.
Berlín, 10 de agosto de 2009.
Amir Valle (Cuba, 1967). Escritor, Ensayista, Crítico Literario y Periodista.
Hablaban desde el Olimpo, desde la montaña donde los dioses griegos moraban; y desde allá, visto desde arriba, como sólo los dioses podían hacer entonces, contemplaban las maravillas que ellos dominaban, pero, según cuentan muchas leyendas, algunos estaban entristecidos porque al darle independencia a la criatura creada, esta criatura había desatado sus amarras y estaba conociendo el poder de hacer en la tierra sus propios mundos. Metis, de algún modo, lanzó otra de sus tantas profecías: a los dioses del Olimpo, si querían conservar toda la belleza que habían creado, debían reconquistarla, debían querer como si fueran propios incluso esos mundos creados por los simples mortales y para hacer eso bastaría una mirada.
Siempre que miro la obra artística del pintor cubano Gustavo Acosta me viene a la cabeza esa anécdota que, además, creo está vinculada al nacimiento del arte; primero, porque muchos aseguran que fue allá, en la Grecia de los tiempos primeros, cuando el arte adquirió cuerpo en el concepto con el que hoy lo contemplamos; y segundo, porque nadie podrá negar que un artista es una especie de Dios que crea sus mundos para que otros sean sus dueños y, como los dioses del Olimpo, siempre, bajo el peso implacable de la nostalgia que se siente por lo que es de uno y se ha perdido, tendrá que conformarse con mirar, con rescatar en la memoria, mediante una mirada, lo que alguna vez le perteneció. Pero eso mismo, la mirada nostálgica de lo creado, le permitirá comprobar que sigue siendo el creador y dueño de ese mundo que, en algún momento, pasó a ser también propiedad de otros. Es, ésa, una condición del arte que nadie discute.
Gustavo Acosta es, visto de ese modo, un dios irreverente (como aquel Prometeo que se condolió de la especie humana y bajó a enseñarles las artes del fuego, desafiando a Zeus) y ya ha creado tantos mundos, pincel mediante, que podemos hablar de una geografía única, individual, íntima, de este pintor. Basta lanzar la mirada a su obra y allí la encontraremos: todas las ciudades de su isla, Cuba, son ciudades que, desde sus cuadros, le pertenecen, fragmento a fragmento, como una isla multiplicada por la magia de su mirada; y junto a esas ciudades, a esos fragmentos de ciudades de la isla, puede encontrarse, también, el mundo diverso de otras geografías por él creadas, una geografía que pasa por muchos otros países y que forma un arco visible, hermoso, nostálgico, siempre corrosivo e irreverente, que va desde Madrid hasta Miami. Todas las caras de ciudades, de rincones de esas ciudades, de perspectivas aéreas de esas ciudades, existen para demostrar algo que me parece una de las tesis más logradas en la obra plástica de Gustavo Acosta: a falta de la ciudad real, geográficamente real, vivencialmente real, que le han arrebatado los avatares de la política nacional cubana que lo lanzó al exilio, el artista va por el mundo habitando una ciudad por él creada, una ciudad que nadie podrá arrebatarle nunca: siempre será suya cuando la mire y, como además ha creado esa ciudad para que muchos otros sean sus dueños, esa ciudad no podrá destruirse, aniquilarse, hundirse en las ruinas de la miseria y los miedos, como ha sucedido con aquella isla-ciudad que le arrebataron en 1994 cuando supo que tendría que contemplar, también, aquella isla, Cuba, su isla real, desde la nostalgia y la distancia.
Nadie ha de extrañarse de la irreverencia y la rebeldía de Gustavo Acosta: aunque muchos quieran negarlo, sobre todo ciertos círculos de poder cultural, ciegos de rabia e impotencia, existe en la historia de las artes plásticas cubanas un antes y un después de la generación artística a la cual Gustavo Acosta pertenece. Una generación que, en aquellos años (setenta, ochenta e inicios de los 90), a su irreverencia y a su rebeldía, propia de la juventud de la mayoría de sus miembros, agregaba una sólida formación artística y una conciencia poco común de la libertad que, como artistas, les había sido otorgada por ese reino de libertad que es el Arte ( así, con mayúsculas). Esa conciencia, y esa formación, eran cosas demasiado peligrosas para quienes tallaban, mediante absurdos trazos ideológicos, los cauces que debían seguir los jóvenes artistas, escritores e intelectuales cubanos. Y el enfrentamiento no se hizo esperar.
El antes y el después en la historia de las artes plásticas cubanas, pésele a quien le pese, existe, y es amplificado hoy, otra vez desde la irreverencia y la rebeldía, por muchos pintores que, desde la isla, crean sus mundos independientes, libres (los he visto, por suerte o desgracia no en las galerías oficiales). Y esa amplificación existe porque antes aquellos a quienes llamamos “unos locos pintores” (Jose Bedia, Tomás Esson, Carlos Garcia de la Nuez, Arturo Cuenca, Carlos Cárdenas, Ana Albertina Delgado, Pedro Vizcaíno) habían decidido retomar la libertad de expresar y crear, libremente, sus mundos y sus sueños. Y lo han seguido haciendo en esos sitios del mundo adonde se vieron lanzados a vivir para poder conservar su libertad creativa.
Desde la experiencia que, como artista, ha ganado con el paso de estos años, y sobre todo desde esa experiencia traumática y enriquecedora que es el exilio, contemplar ahora la obra artística de Gustavo Acosta es redescubrir mundos que son muy cercanos a nosotros, los cubanos: en su pintura está la rebeldía contra el desarraigo mediante esa configuración de mundos que van a sustituir la isla que le ha sido arrebatada; en su pintura existe un profundo homenaje al “viaje”, pero no se trata de un viaje de huída, ni de un viaje de adiós, sino de un viaje de reencuentro con las raíces, un viaje de enriquecimiento, de crecimiento personal (y es éste otro rasgo de esa rebeldía en Gustavo Acosta: se resiste a que el viaje signifique solamente pérdida, como aseguran los voceros culturales de la isla que le sucede a todo el artista que se va de Cuba); en su pintura, además, hay una reconstrucción de esas imágenes que todos los cubanos llevamos a todas partes: rincones de las ciudades que hemos habitado, impactos tecnológicos que hemos vivido como parte de nuestras vidas cotidianas (los aviones, las grandes fábricas, el humo envenenando el cielo, etc.) y artefactos que nos marcaron en la infancia (he visto, por ejemplo, un símbolo que a mi generación le es muy querida, la noria a la que tanto añorábamos subir en aquellos raros parques de diversiones que hoy ya no existen); en su pintura vemos también un espacio singular, muy importante, dedicado al éxodo, pero no al éxodo como cruz sino al éxodo como elemento natural en la historia de la humanidad, al éxodo como ese eslabón de la historia que es uno de los motores del desarrollo de la especie humana, y especialmente, al enorme papel que ha tenido el éxodo para la formación de esa nacionalidad, de esa tipicidad como nación, de la cual los cubanos nos enorgullecemos.
Mirar los cuadros de Gustavo Acosta es, para mí, recuperar muchos espacios perdidos. Recuerdo que hace un par de años, mientras observaba uno de sus cuadros, tuve la impresión de estar reviviendo aquella noche de mediados del 90 en que el avión dejaba atrás las luces del México DF. donde yo había vivido un tiempo. Lo agradecí porque hacía cerca de 10 años que no contemplaba tanta belleza, y supe, una vez más, que siempre alguna llave abrirá esa caja donde guardamos, en la memoria, los buenos recuerdos. Un cuadro de Gustavo Acosta fue, en esa ocasión, esa llave.
Pero aquel día, además del recuerdo despertado, descubrí algo que ahora, cuando escribo estas palabras, veo con más claridad: Gustavo Acosta es un maestro en el arte de sacar provecho, de enviar mensajes desde el contraste de la luz y la sombra, de la fosforescencia y la bruma, apelando a un sentimiento de raíz biológica, típico de la especie humana: el análisis de nuestra propia existencia a partir de la influencia en nuestra vida cotidiana de la oscuridad y la luz. Ese contraste, presente siempre en todos sus cuadros, es uno de sus mayores logros y es, obviamente, una de las características que distinguen su obra de la obra de otros pintores que crean desde una perspectiva artística similar.
Lo negro (que en materia de símbolos para el ser humano representan la muerte, lo negativo, lo oculto, lo misterioso, el miedo, el silenciamiento, etc.) en contraste con los espacios blancos y de luz (que significan la vida, la esperanza, lo positivo, lo visible, lo comprensible, la libertad, etc.) forma un cuerpo de significaciones éticas, filosóficas, de búsqueda individual que otorgan otros significados a la aparente tranquilidad de la imagen, sobre todo en aquellos cuadros donde la mirada de Gustavo Acosta se ha detenido en fragmentos de esa arquitectura que nos rodea y que, casi siempre, ni siquiera notamos. El gigantismo de esas imágenes arquitectónicas, o la mirada puesta en los detalles intrascendentes (columnas, luces, ventanillas de los aviones, escalones, trazado de las calles, cúpulas de iglesias o fábricas, etc.), o ese vacío que vemos a primera vista en sus cuadros (vacío falso, pues sus cuadros están llenos de la vida que no vemos porque nunca nos fijamos), se unen a su especial empleo del color negro para (otra vez por contraste con los colores que ofrecen idea de luminosidad) dotar a sus cuadros de una vida que nos trasmite un mensaje: “esta es la hermosa realidad en la que nos movemos sin contemplar su belleza”.
Gustavo Acosta, en fin, desde ese Olimpo íntimo, personal y único donde habitan los verdaderos artistas del pincel y los colores, sigue creando sus mundos para nosotros, y nos permite ser dueños de esos mundos, mientras sonríe cuando una voz le dice al oído: “Jamás nadie podrá arrebatarte lo que has creado, Gustavo. Todo eso que ha nacido de tus manos, de tus sueños, aunque lo hayas dejado ahí, en el mundo de los hombres, te pertenecerá siempre que lo mires”.
Berlín, 10 de agosto de 2009.
Amir Valle (Cuba, 1967). Escritor, Ensayista, Crítico Literario y Periodista.
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