LAS ARMAS SECRETAS DE GUSTAVO ACOSTA
Qué lentitud la de Gustavo Acosta para acercarse al hombre, a lo humano. Cuántas metáforas y circunloquios para no mencionar el rostro, el cuerpo, para evitar en su pintura la brusca historia del nosotros, del ustedes, del yo; para no utilizar el dedo índice, la flecha, sino ese gesto vago, casi imperceptible con que mostramos sin señalar, con que decimos es ése, mira ahí. Qué timidez la de Gustavo frente a lo inmediato y directo, qué cautela. Como si la presencia de la figura humana, de sus acciones, de sus accidentes, le amordazara la expresión. Y cuánta habilidad entonces para hacer de las cosas del hombre, de sus ambientes, de sus objetos, de sus herramientas, no sólo sus prolongaciones, sus emblemas, sus símbolos, sino sus dobles, sus espejos.
Iba a decir que toda la pintura de Gustavo Acosta ha sido siempre así, medio esquiva, encubierta, elusiva más que alusiva, pero no es cierto. Retengo en mi memoria algunos de sus cuadros iniciales donde una mujer --rubia o trigueña, alegre o melancólica-- me mira a los ojos sin desfachatez pero directamente para que admire su belleza. (Toco con la imaginación los labios, la nariz, el canto de la oreja, repaso el óvalo del rostro...) Y recuerdo, unos años después, aquellas calles, plazas y estaciones de ferrocarril donde ni la llovizna implacable de sus mil garabatos y borrones lograba ocultar del todo el placer de nombrar, de dar señas particulares, nombres propios: Matanzas, Cienfuegos, Santa Cruz del Sur,"El Nuevo Frontón","La Cotorra". Qué extraña me resulta la ingenuidad, la franqueza, la terrenal sensualidad de aquella mirada de mujer ahora que ya no existen, ni en la pintura ni en la vida, la virginidad ni el rubor. Y qué extraña también aquella arquitectura nostálgica, sentimental de sus viejos dibujos, tan viejos ya como las viejas fotos y postales que le dieron origen.
Aquellas obras juveniles y muchas otras de su primera madurez, son los mejores testimonios de que Gustavo Acosta tuvo también su cuarto de hora en el Edén, y se paseó desnudo, sin disfraz ni vergüenza, como Adán por el mundo en su primer fin de semana. Su pintura mostraba y demostraba sin ambages ni miedos la candorosa calidad de su pasión, de sus sentimientos. Luego el tiempo, el destino (algo, alguien), se encargó de alejarlo de aquellos inocentes parajes y convirtió su Edén en Paraíso Perdido. Como sucede siempre, atrás quedó la emoción pura y limpia de llorar o reírse, y apareció, con aceitada lentitud de ofidio, la turbación, la inquietud, la zozobra. Su pintura pasó de la neblina a la noche, del gris al negro, de la expresión a la reserva, al susurro, al secreto.
No puedo recordar --o a lo mejor es sólo que trato de olvidarlo-- cuándo y porqué se produjo en Gustavo aquel cambio. Porque fue en Gustavo antes que en su pintura donde este cambio se produjo. Y un poco antes, en el pequeño mundo que por aquel entonces lo rodeaba. Probablemente existan fechas precisas, incidentes, sucesos con qué historiar la aparición de esta mudanza, de esta crisis. Pero son datos que servirían más para complacer manías de historiadores, sociólogos o politólogos que para explicar movimientos secretos de la sensibilidad, del espíritu, que ocurren siempre --sobre todo en el caso de los artistas-- en zonas mucho más alejadas de la superficie, y que tienen que ver sólo brumosamente con las circunstancias.
Los cuadros imponentes que Gustavo Acosta exhibió en sus dos últimas exposiciones en La Habana, Los caminos de Roma (Castillo de la Fuerza, 1989) y Las sugestiones del límite (Galería Habana, 1991), mostraban a un artista más o menos dispuesto a convertir el lenguaje de la pintura en una sofisticada estratagema político-ideológica más que en un simple medio de expresión, de comunicación artística. O al menos eso llegaron a ser sus cuadros bajo la presión del momento. Fueron obras surgidas, acaso sugeridas por el contexto relativamente opresivo de fines del 80 y comienzos del 90, tan cargado de francas censuras oficiales como de discretas e inevitables autocensuras privadas, aunque en el caso de Gustavo fueran obras que respondieran internamente a un largo proceso evolutivo de orden estilístico y reflejaran también otros profundos e inadvertidos malestares de tipo existencial.
En rigor, uno no puede hablar de lo que son los cuadros, sino de lo que nos parece que son, de lo que significan para uno, sobre todo en determinado momento. Y su pintura se hallaba tan alejada de la convulsa realidad de entonces como podían estarlo la decadente Roma imperial de la Revolución cubana. Así que todos, o casi todos, creyeron ver allí lo que querían ver: corrupción, ruinas, desolación, encierro. Para muchos la tenebrosidad de aquellas telas resultó de una claridad meridiana y la pintura de Gustavo se convirtió muy pronto en una de las más atrevidas y sutiles metáforas con que podía contar la facción crítica de la nueva vanguardia artística nacional. Ningún panfleto caló más hondo en nuestra bien entrenada intelectualidad que aquellos oscuros monumentos romanos o pseudo romanos pintados por Gustavo Acosta. Ni hubo idioma más traducible para nuestros tropicales criptógrafos que aquel latín de diccionarios con que el artista reforzaba a menudo sus imágenes. Aunque, como en esa advertencia que suele aparecer en algunas películas, las semejanzas con hechos y personajes de la vida real fueran tan sólo pura coincidencia. O eso decía Gustavo a algunos preguntones. Porque ninguna servidumbre hubiera sido más absurda que la que suponía la política.
Separados de su medio natural de origen, y de sus primeros y acaso más intencionados lectores, muchos de estos cuadros dieron su vuelta por el mundo (Brasil, Venezuela, Ecuador, México, España, USA) sin necesidad de usar el lastimoso pasaporte de las referencias locales. Había en ellos un mensaje mucho más general y convincente. Y Gustavo logró trasmitir ese mensaje. No seré yo tan tonto que intente repetirlo ahora con palabras.
Aquélla fue una pintura lo suficientemente sugerente y ambigua como para permitir el acceso a más amplios circuitos de reflexión relacionados con los problemas esenciales del hombre actual (o del hombre a secas, de siempre, de cualquier época y lugar), aunque, curiosamente, ni una figura humana apareciera allí representada. Pero, ¿no son la soledad, los encierros, la angustia, los más universales y molestísimos patrimonios de todos o casi todos los hombres del planeta? Lo que pudiera haber allí de localismo fue trascendido u obviado de inmediato ante la fuerte atmósfera sobrenatural, transhistórica que envolvía los cuadros, y muy a pesar de que el artista coqueteara a menudo con lugares comunes del ambiente cubano (ver Cubismo, The City, Mil novecientos noventa y dos, y Al final, son iguales, que exhibió en Javier Lumbreras Fine Art en diciembre del 92).
Ahora Gustavo ha vuelto, como de incógnito, a acercarse a las cosas del hombre desde un nivel menos monumental, más doméstico. Sin perder el fantasmagorismo impactante que ha caracterizado siempre su pintura, ha desplazado su interés por las colosales construcciones arquitectónicas, por las plazas vacías y tediosas, por las inquietantes y antitriunfales banderolas de sabe dios qué mortecina conmemoración, y ha preferido, otra vez, explorar lo particular, lo inmediato. Este traslado no debiera ser visto como un banal cambio de tema, sino como la historia de una profunda y dolorosa introspección, como una zambullida de Gustavo en sí mismo.
Tengo, por fuerza, que referirme a una carta personal que acaba de enviarme el artista con su propia versión del asunto:
"....creo que empecé a salir de un agobio medio down que me hacía pintar lo anterior... esto pienso que trae una historia parecida pero ya no sólo hacia el mundo o lo ajeno sino creo que se va metiendo un poco hacia adentro, son obsesiones, miedos, o tal vez perversiones..."
Gustavo no escribe esto para que sea leído por el público de su pintura. En modo alguno es una declaración de principios como las que acostumbran a divulgar las entrevistas. Si me decido a violar parcialmente la privacidad de esta comunicación amistosa es sólo para evitar que mi opinión pueda ser confundida con uno de esos argumentos interpretativos que los críticos tejen a espaldas del artista y que con frecuencia dan lugar a una casaca demasiado grande o demasiado pequeña. Como un sastre inseguro, prefiero atenerme a las medidas que me ha dado el pintor.
Las obras recientes de Gustavo Acosta registran un malestar que quizás no se halló nunca reflejado en sus obras anteriores. Un malestar y también un placer nuevo, inédito. ¿No está en todo lo nuevo aparejado este doblez, esta mezcla confusa, contradictoria de sensaciones? ¿Y no ha estado Gustavo expuesto últimamente a un sin fin de novedosas impurezas sensoriales? No voy a hacer un burdo psicoanálisis (o socioanálisis) de la cultura del exilio o cómo quiera llamársele, pero tengo que referirme inevitablemente a la prolongada estadía de Gustavo en España y al reacomodo espiritual, mental, emocional, que la distancia de su país natal ha debido suponer en él y en su obra.
Al menos dos aspectos denuncian a mi juicio el traumatismo cultural que ha debido implicar este reajuste al nuevo medio. Y no digo que el traumatismo haya sido dramático, ni negativo, pero sí que ha marcado de forma peculiar la última producción de Gustavo Acosta y ha comenzado a diferenciarla de su obra hecha en Cuba, lo cual no había sucedido hasta ahora, o no de manera tan evidente.
El primero de estos aspectos es el descenso abrupto de los grandes espacios al objeto; el descenso de lo mental a lo sensible; de las ideas abstractas, generales, a lo particular, a lo concreto. El segundo de estos aspectos tiene que ver con el carácter y el contenido mismo de esos objetos. Enseguida me explico.
En la obra de Gustavo Acosta de los últimos años la presencia del objeto, de cualquier objeto, como tema absoluto de representación ha sido relativamente escasa, casi nula, a no ser que consideremos objetos las escalinatas, las columnas o las banderolas cuando éstas se presentaban aisladas, autónomas. Durante mucho tiempo la preferencia del artista se adscribió a los espacios descomunales, ya fueran arquitectónicos o urbanísticos, cuya omnipresencia no sólo excluía de la imagen a la figura humana, haciéndonos notar con ello su posible insignificancia, sino que mediante lo sobredimensionado de su escala establecía con nosotros, sus momentáneos habitantes, y también con él mismo, una relación distanciada, de inaccesibilidad. Me gustaría suponer que este distanciamiento, así fuera tan sólo en el terreno de lo imaginario, fue exacerbando en Gustavo un sentimiento de soledad que llegó a hacerse insostenible. Necesitaba de un contacto más cercano, más íntimo, con el cual atenuar o suplir otras carencias. Redujo entonces esas distancias y apareció el objeto. Y la inmediatez del objeto lo trasladó de aquella vaga intemporalidad histórica que envolvía a sus monumentos, al ahora, al presente, al aquí.
(Claro que esto no pasa de ser una hipótesis, pero no me parece imposible que hubiera sucedido algo así. Después de todo uno tiene derecho a suponer y a imaginar no sólo lo que ve en las obras de arte, sino también a sospechar su misteriosa génesis).
En dos palabras: el paso del espacio al objeto --como abreviadamente he llamado a este complejo tránsito que ha tenido lugar en la pintura de Gustavo Acosta-- se me convierte en el metafórico síntoma de una necesidad: la necesidad acaso inconfesable de un regreso al Edén, a ese casi irrecuperable Paraíso Perdido donde poder mostrar y demostrar nuevamente --a él mismo y a nosotros-- que el corazón sigue en su sitio; que aún es posible sentir, padecer, y no sólo pensar o reflexionar sobre "el mundo o lo ajeno". Sus objetos le proporcionan un simulacro de ese Edén, y a la vez una tierra intermedia desde donde esquivar el macetazo de la soledad y el desarraigo.
Pero, llegado al reino variadísimo de los objetos, ¿cuáles escoge Gustavo de entre los miles disponibles? Su selección resulta también muy significativa. Leo fragmentos de su carta:
"date cuenta, empecé a trabajar con objetos más o menos asociados por el uso o morfología, etc, con instrumentos hirientes, cortantes, penetrantes, jodidos... empecé una serie de navajas, son cosas que tienen mucho que ver con el lugar donde vivo... otros son "flores" y son agitadores de fuego, marcadores de reses, aparatos de pinchar cosas..."
¿Por qué escoge Gustavo estos instrumentos fogosos, sangrientos, agresivos?. Sabemos-- y ya nos hemos resignado a ello-- que muy pocas veces nuestras acciones responden directamente al programa que traza nuestro deseo, nuestra necesidad, nuestra ambición, pero lo cierto es que tampoco nuestras elecciones y preferencias son del todo casuales e impremeditadas: algo funciona en algún sitio por su cuenta y se ríe en su cara también del propio azar. Nuestra libertad es muy frágil... (pero esto es muy engorroso de explicar.)
Hay dos o tres razones por las cuales Gustavo pudo haberse visto impulsado a utilizar en su pintura este tipo de objetos, de instrumentos, de herramientas.
La primera y más insubstancial de estas razones es quizás su posible rareza, su exotismo, su españolidad. La gran navaja de uno de sus cuadros, que es lo que en Cuba llamamos "sevillana", es muy distinto al cuchillo de cocina, o al "matavacas" que emplearía uno de nuestros delincuentes isleños. Los agitadores o atizadores son en Cuba casi desconocidos: el clima cubano desconoce la estufa y en el resto de los fuegos la gente simplemente mueve las brasas con un palo o un hierro cualquiera. La hoz no llegó nunca en Cuba a substituir al machete. Etc. Usar y ver usar estos instrumentos como algo normal y corriente cuando uno sólo lo había visto en películas, no puede dejar de llamar la atención de un artista. Y Gustavo logró convertir esa infantil sorpresa en un misterio para otros, incluso para aquellos que se hallaban habituados a ver y a utilizar estos sencillos utensilios.
La segunda razón es que estos instrumentos y herramientas son objetos manuales, que deben usarse con la mano, que se empuñan, y se hallan por eso más cerca del hombre que cualquiera de los mil artefactos que comúnmente lo acompañan.
La tercera es que estos instrumentos y herramientas "hirientes", "penetrantes", "cortantes","que pinchan cosas", son los que se relacionan de una manera más íntima y dramática con el cuerpo humano, con la vida; son los que apuntan a la carne, a la sangre e implican una intervención más profunda en nuestra existencia como seres vivos.
Los nuevos instrumentos de Gustavo Acosta no son sólo inocentes trebejos agrícolas (rejón de arado, hoz), ni agropecuarios (calimba o hierro para marcar ganado -- o esclavos, como hubiera anotado Fernando Ortiz), o del hogar (atizadores de la estufa, del horno). Son, todos, sin excepción, instrumentos de dolor y de muerte, y no sólo la gran navaja "sevillana". No desempeñan ya su uso común, convencional, sino un uso simbólico.
La hoz que ha pintado Gustavo --por destacar un solo ejemplo-- no es ya la hoja afilada y curva para segar la hierba, ni siquiera el conocido emblema del comunismo o del poder soviético (o ex-soviético) que acaso hemos debido imaginar. Esta hoz (off, escribe Gustavo en el cuadro) parece estar mucho más cerca de la torva guadaña que blande la alegoría de la muerte: la que apaga la vida, la que siega y ciega nuestra existencia. Es un arma mental, psicológica, del subconsciente. Un arma secreta, de agresión o de defensa, sabe Dios ("son obsesiones, miedos, o tal vez perversiones"-- releo en la carta).
En dos enormes cuadros (que sólo he "visto" descritos verbalmente y a través de dos minúsculos sketch) encuentro ya los restos, los despojos, las víctimas de estas imaginarias armas:
"uno es un ala de paloma cortada que se llama Fucking alone y el otro es un pez... el ala se ve más cortada pero el pez no se nota nada, sólo creo que es medio angustiante sin cabeza ni cola..."
Como si no fuera suficiente mostrar el deseo irrealizado, incumplido, que duerme agazapado en el acero de las armas, en el hierro de las herramientas, en la cautelosa apatía de lo inorgánico, de lo inanimado, de lo inerme, Gustavo muestra también la acción y el atroz resultado de la acción sobre lo animado y viviente. Como si no bastara ya con sugerir la idea abstracta del desgarramiento y fuera necesario exhibir también lo desgarrado. Que sean un pez y un pájaro los receptores de esta drástica acción no hace menos humano el dolor, la incompletez, la tragedia de estos imaginarios seres. En la mutilación de esa ala de paloma, y en el informe trozo de ese pez, no hay que ver ningún amago de sadismo contra el reino animal, porque sabemos que hay siempre un hombre --el Hombre-- oculto en la paloma y en el pez de cualquier fábula
No es raro descubrir tampoco en todas estas obras la presencia de algunos simbolismos relacionados con la sexualidad, no sólo allí donde lo puntiagudo y penetrante remite casi de inmediato a la herramienta fálica (como en Natura-leza), ni en el título sólo literalmente explícito de alguna otra obra (como Fucking alone) sino en otro nivel menos elemental, como sería el caso de alguna chorreadura de pigmento no muy difícil de emparentar con la secreción espermática, aunque también la sangre se halle ahí involucrada (¿no es el semen también una especie de sangre, de fluido vital, como piensan los budistas del Tantra tibetano?)
Pero los mil fantasmas de la sexualidad y sus secretísimos vínculos con la agresión, con el dolor, con la tortura, con la muerte, contienen siempre su contraparte luminosa: el acto creativo y la procreación. Las herramientas son distintas pero el resultado es idéntico.
Creo, en última instancia, que las armas simbólicas de Gustavo Acosta no se hallan dirigidas contra nadie, sino contra sí mismo. Ni son armas innobles o malévolas. Son armas de autosacrificio, de mortificación, de castigo, como el flagelo del penitente, del asceta; armas para el combate contra los peligros del alma, contra los enemigos internos de uno mismo, y como tales significan una profunda e inconfesable urgencia de purificación, de salvación, que acaso el arte mismo tampoco sea capaz de ofrecernos.
Orlando Hernández
La Habana, noviembre de 1993
Iba a decir que toda la pintura de Gustavo Acosta ha sido siempre así, medio esquiva, encubierta, elusiva más que alusiva, pero no es cierto. Retengo en mi memoria algunos de sus cuadros iniciales donde una mujer --rubia o trigueña, alegre o melancólica-- me mira a los ojos sin desfachatez pero directamente para que admire su belleza. (Toco con la imaginación los labios, la nariz, el canto de la oreja, repaso el óvalo del rostro...) Y recuerdo, unos años después, aquellas calles, plazas y estaciones de ferrocarril donde ni la llovizna implacable de sus mil garabatos y borrones lograba ocultar del todo el placer de nombrar, de dar señas particulares, nombres propios: Matanzas, Cienfuegos, Santa Cruz del Sur,"El Nuevo Frontón","La Cotorra". Qué extraña me resulta la ingenuidad, la franqueza, la terrenal sensualidad de aquella mirada de mujer ahora que ya no existen, ni en la pintura ni en la vida, la virginidad ni el rubor. Y qué extraña también aquella arquitectura nostálgica, sentimental de sus viejos dibujos, tan viejos ya como las viejas fotos y postales que le dieron origen.
Aquellas obras juveniles y muchas otras de su primera madurez, son los mejores testimonios de que Gustavo Acosta tuvo también su cuarto de hora en el Edén, y se paseó desnudo, sin disfraz ni vergüenza, como Adán por el mundo en su primer fin de semana. Su pintura mostraba y demostraba sin ambages ni miedos la candorosa calidad de su pasión, de sus sentimientos. Luego el tiempo, el destino (algo, alguien), se encargó de alejarlo de aquellos inocentes parajes y convirtió su Edén en Paraíso Perdido. Como sucede siempre, atrás quedó la emoción pura y limpia de llorar o reírse, y apareció, con aceitada lentitud de ofidio, la turbación, la inquietud, la zozobra. Su pintura pasó de la neblina a la noche, del gris al negro, de la expresión a la reserva, al susurro, al secreto.
No puedo recordar --o a lo mejor es sólo que trato de olvidarlo-- cuándo y porqué se produjo en Gustavo aquel cambio. Porque fue en Gustavo antes que en su pintura donde este cambio se produjo. Y un poco antes, en el pequeño mundo que por aquel entonces lo rodeaba. Probablemente existan fechas precisas, incidentes, sucesos con qué historiar la aparición de esta mudanza, de esta crisis. Pero son datos que servirían más para complacer manías de historiadores, sociólogos o politólogos que para explicar movimientos secretos de la sensibilidad, del espíritu, que ocurren siempre --sobre todo en el caso de los artistas-- en zonas mucho más alejadas de la superficie, y que tienen que ver sólo brumosamente con las circunstancias.
Los cuadros imponentes que Gustavo Acosta exhibió en sus dos últimas exposiciones en La Habana, Los caminos de Roma (Castillo de la Fuerza, 1989) y Las sugestiones del límite (Galería Habana, 1991), mostraban a un artista más o menos dispuesto a convertir el lenguaje de la pintura en una sofisticada estratagema político-ideológica más que en un simple medio de expresión, de comunicación artística. O al menos eso llegaron a ser sus cuadros bajo la presión del momento. Fueron obras surgidas, acaso sugeridas por el contexto relativamente opresivo de fines del 80 y comienzos del 90, tan cargado de francas censuras oficiales como de discretas e inevitables autocensuras privadas, aunque en el caso de Gustavo fueran obras que respondieran internamente a un largo proceso evolutivo de orden estilístico y reflejaran también otros profundos e inadvertidos malestares de tipo existencial.
En rigor, uno no puede hablar de lo que son los cuadros, sino de lo que nos parece que son, de lo que significan para uno, sobre todo en determinado momento. Y su pintura se hallaba tan alejada de la convulsa realidad de entonces como podían estarlo la decadente Roma imperial de la Revolución cubana. Así que todos, o casi todos, creyeron ver allí lo que querían ver: corrupción, ruinas, desolación, encierro. Para muchos la tenebrosidad de aquellas telas resultó de una claridad meridiana y la pintura de Gustavo se convirtió muy pronto en una de las más atrevidas y sutiles metáforas con que podía contar la facción crítica de la nueva vanguardia artística nacional. Ningún panfleto caló más hondo en nuestra bien entrenada intelectualidad que aquellos oscuros monumentos romanos o pseudo romanos pintados por Gustavo Acosta. Ni hubo idioma más traducible para nuestros tropicales criptógrafos que aquel latín de diccionarios con que el artista reforzaba a menudo sus imágenes. Aunque, como en esa advertencia que suele aparecer en algunas películas, las semejanzas con hechos y personajes de la vida real fueran tan sólo pura coincidencia. O eso decía Gustavo a algunos preguntones. Porque ninguna servidumbre hubiera sido más absurda que la que suponía la política.
Separados de su medio natural de origen, y de sus primeros y acaso más intencionados lectores, muchos de estos cuadros dieron su vuelta por el mundo (Brasil, Venezuela, Ecuador, México, España, USA) sin necesidad de usar el lastimoso pasaporte de las referencias locales. Había en ellos un mensaje mucho más general y convincente. Y Gustavo logró trasmitir ese mensaje. No seré yo tan tonto que intente repetirlo ahora con palabras.
Aquélla fue una pintura lo suficientemente sugerente y ambigua como para permitir el acceso a más amplios circuitos de reflexión relacionados con los problemas esenciales del hombre actual (o del hombre a secas, de siempre, de cualquier época y lugar), aunque, curiosamente, ni una figura humana apareciera allí representada. Pero, ¿no son la soledad, los encierros, la angustia, los más universales y molestísimos patrimonios de todos o casi todos los hombres del planeta? Lo que pudiera haber allí de localismo fue trascendido u obviado de inmediato ante la fuerte atmósfera sobrenatural, transhistórica que envolvía los cuadros, y muy a pesar de que el artista coqueteara a menudo con lugares comunes del ambiente cubano (ver Cubismo, The City, Mil novecientos noventa y dos, y Al final, son iguales, que exhibió en Javier Lumbreras Fine Art en diciembre del 92).
Ahora Gustavo ha vuelto, como de incógnito, a acercarse a las cosas del hombre desde un nivel menos monumental, más doméstico. Sin perder el fantasmagorismo impactante que ha caracterizado siempre su pintura, ha desplazado su interés por las colosales construcciones arquitectónicas, por las plazas vacías y tediosas, por las inquietantes y antitriunfales banderolas de sabe dios qué mortecina conmemoración, y ha preferido, otra vez, explorar lo particular, lo inmediato. Este traslado no debiera ser visto como un banal cambio de tema, sino como la historia de una profunda y dolorosa introspección, como una zambullida de Gustavo en sí mismo.
Tengo, por fuerza, que referirme a una carta personal que acaba de enviarme el artista con su propia versión del asunto:
"....creo que empecé a salir de un agobio medio down que me hacía pintar lo anterior... esto pienso que trae una historia parecida pero ya no sólo hacia el mundo o lo ajeno sino creo que se va metiendo un poco hacia adentro, son obsesiones, miedos, o tal vez perversiones..."
Gustavo no escribe esto para que sea leído por el público de su pintura. En modo alguno es una declaración de principios como las que acostumbran a divulgar las entrevistas. Si me decido a violar parcialmente la privacidad de esta comunicación amistosa es sólo para evitar que mi opinión pueda ser confundida con uno de esos argumentos interpretativos que los críticos tejen a espaldas del artista y que con frecuencia dan lugar a una casaca demasiado grande o demasiado pequeña. Como un sastre inseguro, prefiero atenerme a las medidas que me ha dado el pintor.
Las obras recientes de Gustavo Acosta registran un malestar que quizás no se halló nunca reflejado en sus obras anteriores. Un malestar y también un placer nuevo, inédito. ¿No está en todo lo nuevo aparejado este doblez, esta mezcla confusa, contradictoria de sensaciones? ¿Y no ha estado Gustavo expuesto últimamente a un sin fin de novedosas impurezas sensoriales? No voy a hacer un burdo psicoanálisis (o socioanálisis) de la cultura del exilio o cómo quiera llamársele, pero tengo que referirme inevitablemente a la prolongada estadía de Gustavo en España y al reacomodo espiritual, mental, emocional, que la distancia de su país natal ha debido suponer en él y en su obra.
Al menos dos aspectos denuncian a mi juicio el traumatismo cultural que ha debido implicar este reajuste al nuevo medio. Y no digo que el traumatismo haya sido dramático, ni negativo, pero sí que ha marcado de forma peculiar la última producción de Gustavo Acosta y ha comenzado a diferenciarla de su obra hecha en Cuba, lo cual no había sucedido hasta ahora, o no de manera tan evidente.
El primero de estos aspectos es el descenso abrupto de los grandes espacios al objeto; el descenso de lo mental a lo sensible; de las ideas abstractas, generales, a lo particular, a lo concreto. El segundo de estos aspectos tiene que ver con el carácter y el contenido mismo de esos objetos. Enseguida me explico.
En la obra de Gustavo Acosta de los últimos años la presencia del objeto, de cualquier objeto, como tema absoluto de representación ha sido relativamente escasa, casi nula, a no ser que consideremos objetos las escalinatas, las columnas o las banderolas cuando éstas se presentaban aisladas, autónomas. Durante mucho tiempo la preferencia del artista se adscribió a los espacios descomunales, ya fueran arquitectónicos o urbanísticos, cuya omnipresencia no sólo excluía de la imagen a la figura humana, haciéndonos notar con ello su posible insignificancia, sino que mediante lo sobredimensionado de su escala establecía con nosotros, sus momentáneos habitantes, y también con él mismo, una relación distanciada, de inaccesibilidad. Me gustaría suponer que este distanciamiento, así fuera tan sólo en el terreno de lo imaginario, fue exacerbando en Gustavo un sentimiento de soledad que llegó a hacerse insostenible. Necesitaba de un contacto más cercano, más íntimo, con el cual atenuar o suplir otras carencias. Redujo entonces esas distancias y apareció el objeto. Y la inmediatez del objeto lo trasladó de aquella vaga intemporalidad histórica que envolvía a sus monumentos, al ahora, al presente, al aquí.
(Claro que esto no pasa de ser una hipótesis, pero no me parece imposible que hubiera sucedido algo así. Después de todo uno tiene derecho a suponer y a imaginar no sólo lo que ve en las obras de arte, sino también a sospechar su misteriosa génesis).
En dos palabras: el paso del espacio al objeto --como abreviadamente he llamado a este complejo tránsito que ha tenido lugar en la pintura de Gustavo Acosta-- se me convierte en el metafórico síntoma de una necesidad: la necesidad acaso inconfesable de un regreso al Edén, a ese casi irrecuperable Paraíso Perdido donde poder mostrar y demostrar nuevamente --a él mismo y a nosotros-- que el corazón sigue en su sitio; que aún es posible sentir, padecer, y no sólo pensar o reflexionar sobre "el mundo o lo ajeno". Sus objetos le proporcionan un simulacro de ese Edén, y a la vez una tierra intermedia desde donde esquivar el macetazo de la soledad y el desarraigo.
Pero, llegado al reino variadísimo de los objetos, ¿cuáles escoge Gustavo de entre los miles disponibles? Su selección resulta también muy significativa. Leo fragmentos de su carta:
"date cuenta, empecé a trabajar con objetos más o menos asociados por el uso o morfología, etc, con instrumentos hirientes, cortantes, penetrantes, jodidos... empecé una serie de navajas, son cosas que tienen mucho que ver con el lugar donde vivo... otros son "flores" y son agitadores de fuego, marcadores de reses, aparatos de pinchar cosas..."
¿Por qué escoge Gustavo estos instrumentos fogosos, sangrientos, agresivos?. Sabemos-- y ya nos hemos resignado a ello-- que muy pocas veces nuestras acciones responden directamente al programa que traza nuestro deseo, nuestra necesidad, nuestra ambición, pero lo cierto es que tampoco nuestras elecciones y preferencias son del todo casuales e impremeditadas: algo funciona en algún sitio por su cuenta y se ríe en su cara también del propio azar. Nuestra libertad es muy frágil... (pero esto es muy engorroso de explicar.)
Hay dos o tres razones por las cuales Gustavo pudo haberse visto impulsado a utilizar en su pintura este tipo de objetos, de instrumentos, de herramientas.
La primera y más insubstancial de estas razones es quizás su posible rareza, su exotismo, su españolidad. La gran navaja de uno de sus cuadros, que es lo que en Cuba llamamos "sevillana", es muy distinto al cuchillo de cocina, o al "matavacas" que emplearía uno de nuestros delincuentes isleños. Los agitadores o atizadores son en Cuba casi desconocidos: el clima cubano desconoce la estufa y en el resto de los fuegos la gente simplemente mueve las brasas con un palo o un hierro cualquiera. La hoz no llegó nunca en Cuba a substituir al machete. Etc. Usar y ver usar estos instrumentos como algo normal y corriente cuando uno sólo lo había visto en películas, no puede dejar de llamar la atención de un artista. Y Gustavo logró convertir esa infantil sorpresa en un misterio para otros, incluso para aquellos que se hallaban habituados a ver y a utilizar estos sencillos utensilios.
La segunda razón es que estos instrumentos y herramientas son objetos manuales, que deben usarse con la mano, que se empuñan, y se hallan por eso más cerca del hombre que cualquiera de los mil artefactos que comúnmente lo acompañan.
La tercera es que estos instrumentos y herramientas "hirientes", "penetrantes", "cortantes","que pinchan cosas", son los que se relacionan de una manera más íntima y dramática con el cuerpo humano, con la vida; son los que apuntan a la carne, a la sangre e implican una intervención más profunda en nuestra existencia como seres vivos.
Los nuevos instrumentos de Gustavo Acosta no son sólo inocentes trebejos agrícolas (rejón de arado, hoz), ni agropecuarios (calimba o hierro para marcar ganado -- o esclavos, como hubiera anotado Fernando Ortiz), o del hogar (atizadores de la estufa, del horno). Son, todos, sin excepción, instrumentos de dolor y de muerte, y no sólo la gran navaja "sevillana". No desempeñan ya su uso común, convencional, sino un uso simbólico.
La hoz que ha pintado Gustavo --por destacar un solo ejemplo-- no es ya la hoja afilada y curva para segar la hierba, ni siquiera el conocido emblema del comunismo o del poder soviético (o ex-soviético) que acaso hemos debido imaginar. Esta hoz (off, escribe Gustavo en el cuadro) parece estar mucho más cerca de la torva guadaña que blande la alegoría de la muerte: la que apaga la vida, la que siega y ciega nuestra existencia. Es un arma mental, psicológica, del subconsciente. Un arma secreta, de agresión o de defensa, sabe Dios ("son obsesiones, miedos, o tal vez perversiones"-- releo en la carta).
En dos enormes cuadros (que sólo he "visto" descritos verbalmente y a través de dos minúsculos sketch) encuentro ya los restos, los despojos, las víctimas de estas imaginarias armas:
"uno es un ala de paloma cortada que se llama Fucking alone y el otro es un pez... el ala se ve más cortada pero el pez no se nota nada, sólo creo que es medio angustiante sin cabeza ni cola..."
Como si no fuera suficiente mostrar el deseo irrealizado, incumplido, que duerme agazapado en el acero de las armas, en el hierro de las herramientas, en la cautelosa apatía de lo inorgánico, de lo inanimado, de lo inerme, Gustavo muestra también la acción y el atroz resultado de la acción sobre lo animado y viviente. Como si no bastara ya con sugerir la idea abstracta del desgarramiento y fuera necesario exhibir también lo desgarrado. Que sean un pez y un pájaro los receptores de esta drástica acción no hace menos humano el dolor, la incompletez, la tragedia de estos imaginarios seres. En la mutilación de esa ala de paloma, y en el informe trozo de ese pez, no hay que ver ningún amago de sadismo contra el reino animal, porque sabemos que hay siempre un hombre --el Hombre-- oculto en la paloma y en el pez de cualquier fábula
No es raro descubrir tampoco en todas estas obras la presencia de algunos simbolismos relacionados con la sexualidad, no sólo allí donde lo puntiagudo y penetrante remite casi de inmediato a la herramienta fálica (como en Natura-leza), ni en el título sólo literalmente explícito de alguna otra obra (como Fucking alone) sino en otro nivel menos elemental, como sería el caso de alguna chorreadura de pigmento no muy difícil de emparentar con la secreción espermática, aunque también la sangre se halle ahí involucrada (¿no es el semen también una especie de sangre, de fluido vital, como piensan los budistas del Tantra tibetano?)
Pero los mil fantasmas de la sexualidad y sus secretísimos vínculos con la agresión, con el dolor, con la tortura, con la muerte, contienen siempre su contraparte luminosa: el acto creativo y la procreación. Las herramientas son distintas pero el resultado es idéntico.
Creo, en última instancia, que las armas simbólicas de Gustavo Acosta no se hallan dirigidas contra nadie, sino contra sí mismo. Ni son armas innobles o malévolas. Son armas de autosacrificio, de mortificación, de castigo, como el flagelo del penitente, del asceta; armas para el combate contra los peligros del alma, contra los enemigos internos de uno mismo, y como tales significan una profunda e inconfesable urgencia de purificación, de salvación, que acaso el arte mismo tampoco sea capaz de ofrecernos.
Orlando Hernández
La Habana, noviembre de 1993
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