RUINAS (INVISIBLES) DE GUSTAVO ACOSTA
"Mehr Licht"
J.W Goethe
Yo recordaba sólo ruinas. Ruinas oscuras, desoladas. Recordaba fragmentos de columnas, escalinatas incompletas, templos destruidos. Y sin embargo, no había ninguna ruina en estos cuadros últimos de Gustavo Acosta. Todo se hallaba intacto. (Oscuro, pero intacto.) Algo --dentro o fuera de mí-- colocaba frente a los ojos de mi memoria aquellas destrucciones. Volvía entonces una y otra vez a mirar las imponentes telas, y al alejarme de ellas volvían las ruinas a instalarse como en una mortificante pesadilla. Lo inexistente ocupaba el lugar de lo visible y comenzaba a destruir a mis espaldas la verdadera imagen. Pieza a pieza los monumentos, los panteones, los arcos eran súbitamente desmontados con precisión diabólica y reducidos a montones de piedras angulosas e inútiles. ¿Debería tomar esta ingrata visión de la pintura de Gustavo Acosta como un aviso, una advertencia, un mal presagio? ¿O simplemente registrarla como casualidad y echar la culpa a mi --esta vez imperdonable-- desatención? "Sólo yo veo ruinas --me decía-- donde debiera ver sólidas construcciones".
La pintura siempre ha fundado su eficacia en estas confusiones mucho más que en las certezas que ofrece el ordinario reconocimiento visual o la sesuda intelección de conceptos e ideas. Un cuadro, un buen cuadro, basa su poderío en sugestiones que se hallan más allá de lo representado, de lo pintado. Y también más acá. En la mente del creador y en nuestros ojos. De ahí que la pintura no esté sólo en la tela, en el soporte, sino más bien en esa siempre disponible "tierra de nadie" que por unos instantes ha ocupado el pintor y que luego abandona con la esperanza de que, por otro brevísimo instante, también lleguemos a habitar. Sólo en ese misterioso interregno pudo ocurrir el incidente que comenté en el primer párrafo y que, en apariencia intrascendente, provocó un notable cambio (o ajuste) en mi visión de toda la obra artística de Gustavo Acosta. Como un fino cordón de pólvora encendida, esta nueva visión unió de un fogonazo sus varias estaciones y al menos por un momento logró arrojar algunas chispas de la tan apetecida claridad. De lo exclusivo y privado de esta satisfacción muy mal intento disculparme en este texto.
Pero, las ruinas. ¿De dónde sacaba yo las ruinas? (Porque, dentro o fuera de aquellos cuadros las ruinas existían.) Debía probar que no eran sólo mis neuronas, mi atención, mi memoria las que se desplomaban. El desmoronamiento debía tener una más atractiva explicación. Comencé a estudiar uno por uno los vestigios que fui capaz de compilar y a disponerlos sobre un papel como haría un arqueólogo con los fragmentos de una antigua vasija que el tiempo ha destrozado. Ideas sueltas. Pequeños bocetos a bolígrafo. Conversaciones. Anécdotas. Libros de historia. Fotos. Diccionarios. Con ellos fui componiendo no algo continuo y macizo, sino una teoría de pequeños bloques independientes en cuya unión sólo debía intervenir, si acaso, la futura argamasa del lector. Tal estructura --no hay por qué escamotear su propósito-- intentaría prefigurar a la de aquel objeto cuya existencia ansiaba demostrar. (En dos palabras: el texto debía tener forma de ruina.) En la redacción final noté con agrado que un número de bloques también había desaparecido. Este es el resultado --parcial-- de tan ingenua y rebuscada argucia:
III
Uno piensa de inmediato en objetos. Objetos sólidos. Pero lo destruido o incompleto es también (y quizás sobre todo) una propiedad del espíritu. La decrepitud, la fealdad, la vanidad, la locura, la maldad son otras tantas ruinas. La pintura se limita a trabajar sólo con lo visible y a sugerir el resto.
IV
Decimos que una pintura está arruinada -o un dibujo- cuando estos se hallan deteriorados o manchados por un descuido o por el vencimiento del soporte debido a la humedad, la antigüedad, los insectos, lo cual impide o dificulta que disfrutemos con claridad de lo representado. También -y con mucha frecuencia- la impericia, la inexperiencia, la falta de talento son capaces de arruinar con gran dedicación una obra. Pero ¿qué sucede cuando un artista se propone -o sin proponérselo lo logra- dificultar la percepción normal de una imagen no mediante la agresión violenta o la destrucción física del soporte, sino mediante el acto mismo de dibujar, de pintar -y para colmo de dibujar y pintar bien? En estos casos hablamos de recursos expresivos, de estilo, de maneras. Tratamos de exculpar con aburridos eufemismos esas premeditadas alteraciones de la visualidad que de otra forma habría que registrar en la categoría de inconveniencias y molestias. O en la oprobiosa lista de las productoras de ruinas. Cuando Gustavo Acosta superpone a la imagen (o interpone entre nosotros y la imagen) una avalancha de borrones, o una confusa niebla de erizados palotes, de ágiles garabatos, o de tupidas tramas diagonales, horizontales, verticales está creando un tipo sui generis de ruina. La integridad de la más sólida de sus arquitecturas se resiente de esta rara erosión. (Pero quizás la historia de toda la pintura no sea otra cosa que la historia de esas consecutivas agresiones al edificio demasiado visible de lo real.) En manos de Gustavo este procedimiento "destructivo" adquiere en cada caso determinada intencionalidad, determinado contenido. De ahí la atmósfera específica, no intercambiable, que rodea de nostalgia sus antiguos dibujos y de reflexiva monotonía sus obras más recientes. La historia de su pintura puede seguirse entonces por el itinerario de estos inocentes recursos. ¿No era Goethe quien decía que cualquier pedazo de la manzana tenía el sabor de toda la manzana?
VII
En Mongolia, jura Gustavo que tomó algunas fotos a unos lamas que celebraban algún rezo, algún rito. En la película salió luego sólo el lugar vacío. ¿Qué sucedió? Verdadera o apócrifa, la anécdota es simétrica a otra que he escuchado en boca de fotógrafos con relación a la pintura de Gustavo: sus cuadros apenas se dejan fotografiar. El argumento insiste puerilmente en deficiencias en la reflexión de la luz por el empleo excesivo del color negro. Demasiado simple. Me complace pensar que si algo impide en ambos casos la reproducción de la imagen, debe existir idéntica causalidad. Que en uno y otro caso debe cumplirse inexorablemente la misma prohibición, el mismo drástico tabú.
VIII
Color negro. O ausencia de color. O de luz. Lo oscuro. La noche. La nada. El miedo. La ceguera. La muerte. Lo inferior. Lo negativo. El inconsciente. Lo oculto. El misterio. El silencio. La casi interminable cadena simbólica relacionada con lo negro hace de la pintura de Gustavo Acosta un extenso campo para las excursiones interpretativas. Pero la búsqueda de burdos simbolismos puede llegar a convertir esa excursión en un rastreo fatigoso por un campo minado. Descifrar símbolos sería desactivar tontamente esas minas. Y el arte sólo desea hacernos explotar. Con lo negro en la pintura de Gustavo sucede como con la luz y la sombra en el teatro: sabemos que su empleo es una convención, un recurso, pero no sólo para alumbrar o ensombrecer un personaje o una escena. Luz y sombra son también personaje y espacio escénico. Como el actor o la escenografía o la música o cualquier elemento de la parafernalia teatral, luz y sombra trasmiten por sí mismas determinada cantidad de emociones e ideas que se hallan sólo apuntadas en el texto de la obra. En la pintura de Gustavo Acosta -pintura dramática, teatral- el color negro comparte su tétrico dominio casi a partes iguales con otros elementos. Su efecto sobre el espectador es imposible de aislar del que ejercen paralelamente el titanismo de sus objetos arquitectónicos, o el sintetismo minimalista de sus columnas, escalones, faroles y banderas, o el vacío inhumano de sus ambientes, o su desmesurada y sobrecogedora espacialidad. La confianza en lo coral y unitario de este efecto le permite a Gustavo suponer que la ausencia o substitución del negro no afectaría substancialmente el resultado de la obra. ( "Si mi gusto por la imagen fuera otro, es decir, una cosa quizás más cruda, más fuerte, el efecto podría ser casi el mismo...con colores cálidos, muy chillones, muy brillantes") No obstante, y felizmente, lo negro en la pintura de Gustavo -que es lo negro de la sombra barroca, de la nocturnidad romántica- conlleva un tipo de espiritualidad difícilmente reeditable mediante otros recursos. Tal posibilidad quizás sea una ilusión. O una arrogancia de virtuoso. La dificultad parece residir en esa propiedad casi exclusiva del color negro de provocar movimientos muy lentos y apagados en nuestra percepción de las cosas, al extremo de inmovilizar nuestro ánimo y concentrar toda nuestra energía sobre nosotros mismos para hacernos reflexionar, autorreflexionar. A lo cual habría que agregar que el color negro en la pintura de Gustavo no es en modo alguno acromático, sino que está asediado por un bullente magma subterráneo de azules, violetas, verdes, grises, que hacen aún más compleja (por personal) cualquier operación substitutiva. La calidad emocional, sicológica, que presenta este negro vibrátil, colorido, lo convierte en algo ya inseparable del conjunto, porque se halla fundido desde el inicio en la concepción integral de la imagen. ¿Cómo reproducir sino así mismo esa modorra intemporal y sin embargo extrañamente histórica que envuelve sus colosales monumentos? ¿Cómo sino precisamente así lograr esa insólita atmósfera opresiva, asfixiante, que hace ondear banderolas en el aire viciado y falsamente libre de sus plazas desiertas? Cada elemento, una vez concebido el conjunto, resulta inevitable. El color negro, la monumentalidad, la amplitud claustrofóbica, la ausencia premeditada de figuras, los escorzos lacónicos y abruptos, la mortecina luminosidad son tan culpables como el propio substrato filosófico, conceptual, ideológico que informan estas obras. La inevitabilidad de todo resultado artístico depende de esta difícil -a veces imposible- complicidad de todos los factores. La pintura de Gustavo Acosta ha logrado alcanzar esa complicidad.
XI
Un álbum (Cuba en 1925) de cigarros Susini -obsequio de Henry Clay and Bock and Co. Ltd., de La Habana. Un proyecto de ambientación del Hotel "Royal Palm" en el boulevard de San Rafael. Una exposición de Roger Welch. Unas clases de Manuel Moreno Fraginal. Cuatro profesores soviéticos (Didenko, Aleko, Aldimásov, Filipenko.) Marcelo Pogolotti. Alamar. Un diccionario Pequeño Larousse Ilustrado de 1928 (pags. 971 a 1002). Algunos viajes (Siria, Líbano, Mongolia, URSS, Brasil, México). Ana (y el teatro). Un perro Lucas. Un fotograma de Tarkovsky (Nostalgia). Un catálogo de Anselm Kiefer. Una persiana negra...
XII
En la regordeta edición del Pequeño Larousse Ilustrado de 1928 existen dieciséis páginas rosadas dedicadas a registrar y traducir famosas locuciones latinas y extranjeras de uso frecuente en la escritura más o menos culta o erudita. En el ejemplar que utiliza Gustavo aparecen marcadas con pequeñas cruces más de sesenta de esas frases. De ellas, sólo unas pocas fueron utilizadas como inscripciones en los cuadros de su exposición Los Caminos de Roma. Entonces pudiera imaginarme cuadros no realizados partiendo del resto de las frases marcadas. O agregar maliciosamente alguna que otra marca con interés propiciatorio. O descubrir en cuadros sin inscripción algún indicio oculto de una frase marcada. Tal diversión no hubiera sido permisible si Gustavo hubiera citado como fuentes directas las obras de Catón, de Plutarco, de Vitrubio o Tito Livio (o incluso de Kovaliov). O el juego sería bien distinto. De ahí que resulte consolador conocer el origen doméstico de aquellos latinajos. Nos reconcilia con una tradición menos sofisticada, más popular, y por lo mismo nos hace intervenir con mayor desenvoltura en la búsqueda de los posibles significados. (Si bien tampoco nos obliga -como creyeron algunos suspicaces- a nacionalizar abruptamente tales búsquedas). Si es cierto que ninguna imagen se atiene estrictamente al ambiguo enunciado, al menos nos impulsa a hacerlos coincidir en un punto mucho más cercano y familiar que la historia de la antigua Roma. O a concebirlo todo mucho más abstracto e intemporal. El empleo del humilde Larousse supone por otra parte no sólo una interesante predilección por el elemento verbal, literal en la génesis de la obra plástica, sino también un total desprejuicio en la selección de las fuentes que hace aún más contemporánea la poética actual de Gustavo Acosta. (Con sólo advertir que palabras como César, cesar y cesárea pueden llegar a ser consecutivas ya bastaría para celebrar la idoneidad de este instrumento mezclador e indiferenciador.) Que aquellos Caminos de Roma que hace dos años provocaran agudas reflexiones hayan pasado al menos parcialmente por un latín de mataburros nos hace ver los textos de algunas nuevas obras no sólo como cultas referencias a un Shakespeare o un Milton, sino como probables citas de Pink Floyd o de la no siempre anodina programación televisiva o radial. Que esto nos conduzca nuevamente a Roma, a la habanera escalinata universitaria o a las imaginarias arquitecturas del genial Piranesi ya será asunto de cada cual.
XV
Gustavo Acosta es un soñador, un idealista, un romántico, un utopista. Por eso justamente su pintura es irónica, solitaria, melancólica, escéptica.
XVI
Le había celebrado los dibujos. "Ese sobre todo", le dije. "Bueno, es tuyo", y sonrió sin dejar de frotarse las manos. Salimos y los dibujos quedaron en la cama. Cuando Gustavo regresó vio que Lucas había estado mordisqueándolos hasta destrozarlos. ¿Qué había sucedido esta vez? Era muy extraño que el perro de un pintor tuviera ese comportamiento tan decididamente extravagante. Se había quedado solo muchas veces y nunca había sucedido algo así. Pasada la furia inicial, Gustavo decidió rescatar los fragmentos menos dañados logrando acomodar la antigua imagen a su nuevo formato. La intervención de Lucas había añadido a aquellas obras un contenido quizás demasiado evidente. Conservarlas o incluso exhibirlas así hubiera traicionado aquellas "sugestiones del límite" que proclamaba el título de su exposición. En estas "nuevas obras" el perro de Gustavo había logrado definir ese límite. Una desobediencia atroz. Por eso -sólo por eso y no por destruir las obras- debía ser castigado con severidad.
XVIII
Habrá q hacer alguna vez 1 estudio sobre la intervención de la escrit -letras, palabras, textos- en la hist de la pint cub. O una expo monograf. O al menos un buen laminario. Quizás entonces podamos constatar con q´ asombrosa cotidianidad han convivido siempre las arts plast y los signos verbales. Desde el discreto trazo de 1 rúbrica en el borde del cuadro hasta el desconcertante texto absoluto del arte concept, la escrit ha sido 1 elemento permanente en la hist de la pint, del dibujo, del grab. Animado x esta tentadora idea (y para ofensa de lingüistas, semiólogos, paleógrafos, epígrafos, grafólogos y peritos calígrafos) me entretuve en comparar 4 textos que aparecían en 4 obras de Gustavo Acosta de 4 épocas distintas:
1- Est. de Fc. Sta Cruz del Sur, 1985
2- Trece escalones sola-mente, 1987
3- Sic transit gloria mundi, 1989
4- The end, 1991
Y noté ( e/otras cosas, x supuesto q:
a)- Cada texto tipificaba 4 actitudes muy distintas frente a la creación artística
b)- Cada texto reflejaba también, independientemente de su imagen, la especificidad de c/u de estas actitudes.
c)- (línea ilegible)
d)- Cada texto se hallaba indisolublemente unido a la estructura imaginal de la obra no como título u otro añadido decorativo o compositivo sino como parte del contenido esencial de dicha obra.
e)- Si cada texto intentaba ser también imagen entonces los cuatro textos podían servir también para entender la evolución de la obra artística de G.A. y dar razón de dicha evolución.
La teoría tenía su parte + animada en el desglose caracterológico de las 4 actitudes q (tachado en el original).
XIX
Había estado tratando de definir qué obras colocaría en el pasillo final de la galería y ninguna combinación llegaba a complacerlo. De repente concibió un criptograma. Se divertía anticipadamente con las posibles confusiones que provocaría en el público aquella inscripción falsamente romana y también falsamente incompleta. Sin poder contenerse me confesó la clave. Más me hubiera valido no saberla. La solución del enigma resultó menos interesante que la incómoda ignorancia anterior. Al convertirme en cómplice, Gustavo invalidaba mi asombro como público. Destruía en mis propias narices la ansiedad y el misterio que implicaba la búsqueda. Pero, por otra parte, al confesarme con tanta negligencia la simplísima clave, Gustavo me otorgaba un regalo mayor: el de considerar insubstancial, despreciable, todo misterio construido. Esta nota tiene el propósito de involucrar al público -a menudo curioso y amante de mensajes cifrados- en el placer mucho más intrincado de ignorar estos falsos misterios.
XXII
No creo que nadie intente reconstruir el Coliseo. Ni ponerle los brazos a la Venus de Milo. Ni agregar lo que falta a la Niké de Samotracia. Su incompletez es ya su auténtica estructura. Su definitiva y eterna estructura. Sería como llenar todas las pausas en una Gymnopedia de Satie. O poner las mayúsculas a un poema de e.e. cummings. La pintura desierta, oscura, ambigua de Gustavo Acosta no requiere más luz, más figura, más explicación.
XXIV
Hay dos artistas (en verdad, tres artistas) que son como influencias invisibles en la obra actual de Gustavo Acosta: Monsú Desiderio, pintor del siglo XVII francés, y el grabador y arquitecto italiano del siglo XVIII J.B. Piranesi. Del primero (se dice que son dos pintores: Didier Barrat y Francois de Nomé) existe en el Museo Nacional el misterioso Martirio de una santa; del segundo, una voluminosa colección de grabados entre los que se hallan sus fantásticas Carceri. Confiaba en que Gustavo habría visto alguna vez estas obras que lo anticipaban en el tiempo. De alguna manera Monsú Desiderio y Piranesi suponían y anunciaban la obra reciente de Gustavo Acosta. Eran antecedentes. Precursores. Pero no me asombró que los desconociera. O que los hubiera visto y olvidado. Recordaba una idea de Borges (o de T.S. Elliot) que podía disculparlo: los artistas crean sus propios precursores, los inventan. Y otra de Hauser: "de todo arte con el que nos hallamos en una auténtica relación hacemos un arte moderno". De manera que la pintura de Gustavo modificaba mi visión de Monsú Desiderio y Piranesi. Los devolvía nuevamente a la vida, les otorgaba -al menos para mí- una segunda y lozana existencia. Me revelaba la extraordinaria actualidad de aquellas intuiciones para la sensibilidad contemporánea, llena también de ruinas y prisiones no muy desemejantes. Mientras tanto, su propia obra se prolongaba secretamente hacia el pasado dejando adivinar el gnóstico Ouroboros, la serpiente que se muerde la cola, el eterno retorno. Que todo lo que es, ya fue, y será. Frente a un pintor del impensable siglo XXII alguien tendrá que repetir -recordando la obra de Gustavo Acosta- ese mismo y antiguo argumento.
XXV
No había templos. No había nada que adorar. Sólo esos dioses falsos, demasiado visibles. No había columnas. Los hombres soportaban el peso -todo el peso- con sólo sus cuerpos. No había escalones. Ningún lugar hacia donde subir. No había cimas. No había cúspides. La gloria era un ligero malestar en las sienes de una corona demasiado pequeña. No había banderas. No había viento. Las banderas se agitaban de soledad, de tedio. No había caminos. Llegaban sólo a ningún sitio. No había entusiasmo. Ni protestas. Ni aplausos. No había luz. No había nada que alumbrar. Todo estaba desierto. Vacío. En silencio. Y entonces alguien dio la orden: "El espectáculo debe continuar".
XXIX
No sé si he leído o imaginado una metáfora sobre la eternidad donde un ángel -el ala blanca de un ángel- roza cada miles de millones de años, y sólo a veces, por azar, un escalón de piedra que llega un día a desgastarse sin que haya transcurrido ni un sólo instante del tiempo de esa eternidad. Quizás lo haya leído en Joyce (pero no, en la de Joyce un pájaro se lleva en el pico cada un millón de años un granito de arena de una inmensa montaña). De cualquier forma, abundan las metáforas sobre esta desmesurada magnitud. La ciencia, la religión, la filosofía, la literatura recurren continuamente a ellas para tratar de demostrar o refutar algún detalle relacionado con la duración del Infierno o con la indestructibilidad de la materia. La pintura, con más o menos suerte, ha intentado también especular sobre el tema. La obra -estoy tentado a decir toda la obra- de Gustavo Acosta pudiera presumir de ser tan sólo una metáfora sobre la eternidad. Las referencias topográficas, históricas que comúnmente constituyen los motivos visibles de sus dibujos y pinturas enmascaran muy débilmente este propósito. Mediante sabe Dios qué intrincados recursos Gustavo logra siempre volatilizar el espacio, desmaterializarlo, hacerlo subjetivo, mental, y a la vez, corporeizar el tiempo, convertirlo en algo físico, perceptible, palpable. Y esta doble operación se realiza dentro de las elementales convenciones de la pintura y el dibujo, con instrumentos similares a los de Turner, Füssli o de Chirico. Porque nada más grato al arte que hablar de lo inconmensurable mediante lo finito y temporal. Así nos detengamos a contemplar columnas, escalinatas, faroles o banderas, la pintura siempre nos hace ver ese "agujero negro" donde desaparecen todas las nociones. Roma, Moscú, Alamar, pudieran ser el mismo y ningún sitio. Fama, Gloria, Poder: vanos fantasmas, ilusiones. Toda la Historia -pasado, presente y porvenir- ocupan para la eternidad el mismo frágil escalón de la metáfora. Nada me cuesta suponer que Gustavo Acosta ha visto sobrevolar aquel ángel.
Orlando Hernández La Habana, 18 de marzo de 1991
Yo recordaba sólo ruinas. Ruinas oscuras, desoladas. Recordaba fragmentos de columnas, escalinatas incompletas, templos destruidos. Y sin embargo, no había ninguna ruina en estos cuadros últimos de Gustavo Acosta. Todo se hallaba intacto. (Oscuro, pero intacto.) Algo --dentro o fuera de mí-- colocaba frente a los ojos de mi memoria aquellas destrucciones. Volvía entonces una y otra vez a mirar las imponentes telas, y al alejarme de ellas volvían las ruinas a instalarse como en una mortificante pesadilla. Lo inexistente ocupaba el lugar de lo visible y comenzaba a destruir a mis espaldas la verdadera imagen. Pieza a pieza los monumentos, los panteones, los arcos eran súbitamente desmontados con precisión diabólica y reducidos a montones de piedras angulosas e inútiles. ¿Debería tomar esta ingrata visión de la pintura de Gustavo Acosta como un aviso, una advertencia, un mal presagio? ¿O simplemente registrarla como casualidad y echar la culpa a mi --esta vez imperdonable-- desatención? "Sólo yo veo ruinas --me decía-- donde debiera ver sólidas construcciones".
La pintura siempre ha fundado su eficacia en estas confusiones mucho más que en las certezas que ofrece el ordinario reconocimiento visual o la sesuda intelección de conceptos e ideas. Un cuadro, un buen cuadro, basa su poderío en sugestiones que se hallan más allá de lo representado, de lo pintado. Y también más acá. En la mente del creador y en nuestros ojos. De ahí que la pintura no esté sólo en la tela, en el soporte, sino más bien en esa siempre disponible "tierra de nadie" que por unos instantes ha ocupado el pintor y que luego abandona con la esperanza de que, por otro brevísimo instante, también lleguemos a habitar. Sólo en ese misterioso interregno pudo ocurrir el incidente que comenté en el primer párrafo y que, en apariencia intrascendente, provocó un notable cambio (o ajuste) en mi visión de toda la obra artística de Gustavo Acosta. Como un fino cordón de pólvora encendida, esta nueva visión unió de un fogonazo sus varias estaciones y al menos por un momento logró arrojar algunas chispas de la tan apetecida claridad. De lo exclusivo y privado de esta satisfacción muy mal intento disculparme en este texto.
Pero, las ruinas. ¿De dónde sacaba yo las ruinas? (Porque, dentro o fuera de aquellos cuadros las ruinas existían.) Debía probar que no eran sólo mis neuronas, mi atención, mi memoria las que se desplomaban. El desmoronamiento debía tener una más atractiva explicación. Comencé a estudiar uno por uno los vestigios que fui capaz de compilar y a disponerlos sobre un papel como haría un arqueólogo con los fragmentos de una antigua vasija que el tiempo ha destrozado. Ideas sueltas. Pequeños bocetos a bolígrafo. Conversaciones. Anécdotas. Libros de historia. Fotos. Diccionarios. Con ellos fui componiendo no algo continuo y macizo, sino una teoría de pequeños bloques independientes en cuya unión sólo debía intervenir, si acaso, la futura argamasa del lector. Tal estructura --no hay por qué escamotear su propósito-- intentaría prefigurar a la de aquel objeto cuya existencia ansiaba demostrar. (En dos palabras: el texto debía tener forma de ruina.) En la redacción final noté con agrado que un número de bloques también había desaparecido. Este es el resultado --parcial-- de tan ingenua y rebuscada argucia:
III
Uno piensa de inmediato en objetos. Objetos sólidos. Pero lo destruido o incompleto es también (y quizás sobre todo) una propiedad del espíritu. La decrepitud, la fealdad, la vanidad, la locura, la maldad son otras tantas ruinas. La pintura se limita a trabajar sólo con lo visible y a sugerir el resto.
IV
Decimos que una pintura está arruinada -o un dibujo- cuando estos se hallan deteriorados o manchados por un descuido o por el vencimiento del soporte debido a la humedad, la antigüedad, los insectos, lo cual impide o dificulta que disfrutemos con claridad de lo representado. También -y con mucha frecuencia- la impericia, la inexperiencia, la falta de talento son capaces de arruinar con gran dedicación una obra. Pero ¿qué sucede cuando un artista se propone -o sin proponérselo lo logra- dificultar la percepción normal de una imagen no mediante la agresión violenta o la destrucción física del soporte, sino mediante el acto mismo de dibujar, de pintar -y para colmo de dibujar y pintar bien? En estos casos hablamos de recursos expresivos, de estilo, de maneras. Tratamos de exculpar con aburridos eufemismos esas premeditadas alteraciones de la visualidad que de otra forma habría que registrar en la categoría de inconveniencias y molestias. O en la oprobiosa lista de las productoras de ruinas. Cuando Gustavo Acosta superpone a la imagen (o interpone entre nosotros y la imagen) una avalancha de borrones, o una confusa niebla de erizados palotes, de ágiles garabatos, o de tupidas tramas diagonales, horizontales, verticales está creando un tipo sui generis de ruina. La integridad de la más sólida de sus arquitecturas se resiente de esta rara erosión. (Pero quizás la historia de toda la pintura no sea otra cosa que la historia de esas consecutivas agresiones al edificio demasiado visible de lo real.) En manos de Gustavo este procedimiento "destructivo" adquiere en cada caso determinada intencionalidad, determinado contenido. De ahí la atmósfera específica, no intercambiable, que rodea de nostalgia sus antiguos dibujos y de reflexiva monotonía sus obras más recientes. La historia de su pintura puede seguirse entonces por el itinerario de estos inocentes recursos. ¿No era Goethe quien decía que cualquier pedazo de la manzana tenía el sabor de toda la manzana?
VII
En Mongolia, jura Gustavo que tomó algunas fotos a unos lamas que celebraban algún rezo, algún rito. En la película salió luego sólo el lugar vacío. ¿Qué sucedió? Verdadera o apócrifa, la anécdota es simétrica a otra que he escuchado en boca de fotógrafos con relación a la pintura de Gustavo: sus cuadros apenas se dejan fotografiar. El argumento insiste puerilmente en deficiencias en la reflexión de la luz por el empleo excesivo del color negro. Demasiado simple. Me complace pensar que si algo impide en ambos casos la reproducción de la imagen, debe existir idéntica causalidad. Que en uno y otro caso debe cumplirse inexorablemente la misma prohibición, el mismo drástico tabú.
VIII
Color negro. O ausencia de color. O de luz. Lo oscuro. La noche. La nada. El miedo. La ceguera. La muerte. Lo inferior. Lo negativo. El inconsciente. Lo oculto. El misterio. El silencio. La casi interminable cadena simbólica relacionada con lo negro hace de la pintura de Gustavo Acosta un extenso campo para las excursiones interpretativas. Pero la búsqueda de burdos simbolismos puede llegar a convertir esa excursión en un rastreo fatigoso por un campo minado. Descifrar símbolos sería desactivar tontamente esas minas. Y el arte sólo desea hacernos explotar. Con lo negro en la pintura de Gustavo sucede como con la luz y la sombra en el teatro: sabemos que su empleo es una convención, un recurso, pero no sólo para alumbrar o ensombrecer un personaje o una escena. Luz y sombra son también personaje y espacio escénico. Como el actor o la escenografía o la música o cualquier elemento de la parafernalia teatral, luz y sombra trasmiten por sí mismas determinada cantidad de emociones e ideas que se hallan sólo apuntadas en el texto de la obra. En la pintura de Gustavo Acosta -pintura dramática, teatral- el color negro comparte su tétrico dominio casi a partes iguales con otros elementos. Su efecto sobre el espectador es imposible de aislar del que ejercen paralelamente el titanismo de sus objetos arquitectónicos, o el sintetismo minimalista de sus columnas, escalones, faroles y banderas, o el vacío inhumano de sus ambientes, o su desmesurada y sobrecogedora espacialidad. La confianza en lo coral y unitario de este efecto le permite a Gustavo suponer que la ausencia o substitución del negro no afectaría substancialmente el resultado de la obra. ( "Si mi gusto por la imagen fuera otro, es decir, una cosa quizás más cruda, más fuerte, el efecto podría ser casi el mismo...con colores cálidos, muy chillones, muy brillantes") No obstante, y felizmente, lo negro en la pintura de Gustavo -que es lo negro de la sombra barroca, de la nocturnidad romántica- conlleva un tipo de espiritualidad difícilmente reeditable mediante otros recursos. Tal posibilidad quizás sea una ilusión. O una arrogancia de virtuoso. La dificultad parece residir en esa propiedad casi exclusiva del color negro de provocar movimientos muy lentos y apagados en nuestra percepción de las cosas, al extremo de inmovilizar nuestro ánimo y concentrar toda nuestra energía sobre nosotros mismos para hacernos reflexionar, autorreflexionar. A lo cual habría que agregar que el color negro en la pintura de Gustavo no es en modo alguno acromático, sino que está asediado por un bullente magma subterráneo de azules, violetas, verdes, grises, que hacen aún más compleja (por personal) cualquier operación substitutiva. La calidad emocional, sicológica, que presenta este negro vibrátil, colorido, lo convierte en algo ya inseparable del conjunto, porque se halla fundido desde el inicio en la concepción integral de la imagen. ¿Cómo reproducir sino así mismo esa modorra intemporal y sin embargo extrañamente histórica que envuelve sus colosales monumentos? ¿Cómo sino precisamente así lograr esa insólita atmósfera opresiva, asfixiante, que hace ondear banderolas en el aire viciado y falsamente libre de sus plazas desiertas? Cada elemento, una vez concebido el conjunto, resulta inevitable. El color negro, la monumentalidad, la amplitud claustrofóbica, la ausencia premeditada de figuras, los escorzos lacónicos y abruptos, la mortecina luminosidad son tan culpables como el propio substrato filosófico, conceptual, ideológico que informan estas obras. La inevitabilidad de todo resultado artístico depende de esta difícil -a veces imposible- complicidad de todos los factores. La pintura de Gustavo Acosta ha logrado alcanzar esa complicidad.
XI
Un álbum (Cuba en 1925) de cigarros Susini -obsequio de Henry Clay and Bock and Co. Ltd., de La Habana. Un proyecto de ambientación del Hotel "Royal Palm" en el boulevard de San Rafael. Una exposición de Roger Welch. Unas clases de Manuel Moreno Fraginal. Cuatro profesores soviéticos (Didenko, Aleko, Aldimásov, Filipenko.) Marcelo Pogolotti. Alamar. Un diccionario Pequeño Larousse Ilustrado de 1928 (pags. 971 a 1002). Algunos viajes (Siria, Líbano, Mongolia, URSS, Brasil, México). Ana (y el teatro). Un perro Lucas. Un fotograma de Tarkovsky (Nostalgia). Un catálogo de Anselm Kiefer. Una persiana negra...
XII
En la regordeta edición del Pequeño Larousse Ilustrado de 1928 existen dieciséis páginas rosadas dedicadas a registrar y traducir famosas locuciones latinas y extranjeras de uso frecuente en la escritura más o menos culta o erudita. En el ejemplar que utiliza Gustavo aparecen marcadas con pequeñas cruces más de sesenta de esas frases. De ellas, sólo unas pocas fueron utilizadas como inscripciones en los cuadros de su exposición Los Caminos de Roma. Entonces pudiera imaginarme cuadros no realizados partiendo del resto de las frases marcadas. O agregar maliciosamente alguna que otra marca con interés propiciatorio. O descubrir en cuadros sin inscripción algún indicio oculto de una frase marcada. Tal diversión no hubiera sido permisible si Gustavo hubiera citado como fuentes directas las obras de Catón, de Plutarco, de Vitrubio o Tito Livio (o incluso de Kovaliov). O el juego sería bien distinto. De ahí que resulte consolador conocer el origen doméstico de aquellos latinajos. Nos reconcilia con una tradición menos sofisticada, más popular, y por lo mismo nos hace intervenir con mayor desenvoltura en la búsqueda de los posibles significados. (Si bien tampoco nos obliga -como creyeron algunos suspicaces- a nacionalizar abruptamente tales búsquedas). Si es cierto que ninguna imagen se atiene estrictamente al ambiguo enunciado, al menos nos impulsa a hacerlos coincidir en un punto mucho más cercano y familiar que la historia de la antigua Roma. O a concebirlo todo mucho más abstracto e intemporal. El empleo del humilde Larousse supone por otra parte no sólo una interesante predilección por el elemento verbal, literal en la génesis de la obra plástica, sino también un total desprejuicio en la selección de las fuentes que hace aún más contemporánea la poética actual de Gustavo Acosta. (Con sólo advertir que palabras como César, cesar y cesárea pueden llegar a ser consecutivas ya bastaría para celebrar la idoneidad de este instrumento mezclador e indiferenciador.) Que aquellos Caminos de Roma que hace dos años provocaran agudas reflexiones hayan pasado al menos parcialmente por un latín de mataburros nos hace ver los textos de algunas nuevas obras no sólo como cultas referencias a un Shakespeare o un Milton, sino como probables citas de Pink Floyd o de la no siempre anodina programación televisiva o radial. Que esto nos conduzca nuevamente a Roma, a la habanera escalinata universitaria o a las imaginarias arquitecturas del genial Piranesi ya será asunto de cada cual.
XV
Gustavo Acosta es un soñador, un idealista, un romántico, un utopista. Por eso justamente su pintura es irónica, solitaria, melancólica, escéptica.
XVI
Le había celebrado los dibujos. "Ese sobre todo", le dije. "Bueno, es tuyo", y sonrió sin dejar de frotarse las manos. Salimos y los dibujos quedaron en la cama. Cuando Gustavo regresó vio que Lucas había estado mordisqueándolos hasta destrozarlos. ¿Qué había sucedido esta vez? Era muy extraño que el perro de un pintor tuviera ese comportamiento tan decididamente extravagante. Se había quedado solo muchas veces y nunca había sucedido algo así. Pasada la furia inicial, Gustavo decidió rescatar los fragmentos menos dañados logrando acomodar la antigua imagen a su nuevo formato. La intervención de Lucas había añadido a aquellas obras un contenido quizás demasiado evidente. Conservarlas o incluso exhibirlas así hubiera traicionado aquellas "sugestiones del límite" que proclamaba el título de su exposición. En estas "nuevas obras" el perro de Gustavo había logrado definir ese límite. Una desobediencia atroz. Por eso -sólo por eso y no por destruir las obras- debía ser castigado con severidad.
XVIII
Habrá q hacer alguna vez 1 estudio sobre la intervención de la escrit -letras, palabras, textos- en la hist de la pint cub. O una expo monograf. O al menos un buen laminario. Quizás entonces podamos constatar con q´ asombrosa cotidianidad han convivido siempre las arts plast y los signos verbales. Desde el discreto trazo de 1 rúbrica en el borde del cuadro hasta el desconcertante texto absoluto del arte concept, la escrit ha sido 1 elemento permanente en la hist de la pint, del dibujo, del grab. Animado x esta tentadora idea (y para ofensa de lingüistas, semiólogos, paleógrafos, epígrafos, grafólogos y peritos calígrafos) me entretuve en comparar 4 textos que aparecían en 4 obras de Gustavo Acosta de 4 épocas distintas:
1- Est. de Fc. Sta Cruz del Sur, 1985
2- Trece escalones sola-mente, 1987
3- Sic transit gloria mundi, 1989
4- The end, 1991
Y noté ( e/otras cosas, x supuesto q:
a)- Cada texto tipificaba 4 actitudes muy distintas frente a la creación artística
b)- Cada texto reflejaba también, independientemente de su imagen, la especificidad de c/u de estas actitudes.
c)- (línea ilegible)
d)- Cada texto se hallaba indisolublemente unido a la estructura imaginal de la obra no como título u otro añadido decorativo o compositivo sino como parte del contenido esencial de dicha obra.
e)- Si cada texto intentaba ser también imagen entonces los cuatro textos podían servir también para entender la evolución de la obra artística de G.A. y dar razón de dicha evolución.
La teoría tenía su parte + animada en el desglose caracterológico de las 4 actitudes q (tachado en el original).
XIX
Había estado tratando de definir qué obras colocaría en el pasillo final de la galería y ninguna combinación llegaba a complacerlo. De repente concibió un criptograma. Se divertía anticipadamente con las posibles confusiones que provocaría en el público aquella inscripción falsamente romana y también falsamente incompleta. Sin poder contenerse me confesó la clave. Más me hubiera valido no saberla. La solución del enigma resultó menos interesante que la incómoda ignorancia anterior. Al convertirme en cómplice, Gustavo invalidaba mi asombro como público. Destruía en mis propias narices la ansiedad y el misterio que implicaba la búsqueda. Pero, por otra parte, al confesarme con tanta negligencia la simplísima clave, Gustavo me otorgaba un regalo mayor: el de considerar insubstancial, despreciable, todo misterio construido. Esta nota tiene el propósito de involucrar al público -a menudo curioso y amante de mensajes cifrados- en el placer mucho más intrincado de ignorar estos falsos misterios.
XXII
No creo que nadie intente reconstruir el Coliseo. Ni ponerle los brazos a la Venus de Milo. Ni agregar lo que falta a la Niké de Samotracia. Su incompletez es ya su auténtica estructura. Su definitiva y eterna estructura. Sería como llenar todas las pausas en una Gymnopedia de Satie. O poner las mayúsculas a un poema de e.e. cummings. La pintura desierta, oscura, ambigua de Gustavo Acosta no requiere más luz, más figura, más explicación.
XXIV
Hay dos artistas (en verdad, tres artistas) que son como influencias invisibles en la obra actual de Gustavo Acosta: Monsú Desiderio, pintor del siglo XVII francés, y el grabador y arquitecto italiano del siglo XVIII J.B. Piranesi. Del primero (se dice que son dos pintores: Didier Barrat y Francois de Nomé) existe en el Museo Nacional el misterioso Martirio de una santa; del segundo, una voluminosa colección de grabados entre los que se hallan sus fantásticas Carceri. Confiaba en que Gustavo habría visto alguna vez estas obras que lo anticipaban en el tiempo. De alguna manera Monsú Desiderio y Piranesi suponían y anunciaban la obra reciente de Gustavo Acosta. Eran antecedentes. Precursores. Pero no me asombró que los desconociera. O que los hubiera visto y olvidado. Recordaba una idea de Borges (o de T.S. Elliot) que podía disculparlo: los artistas crean sus propios precursores, los inventan. Y otra de Hauser: "de todo arte con el que nos hallamos en una auténtica relación hacemos un arte moderno". De manera que la pintura de Gustavo modificaba mi visión de Monsú Desiderio y Piranesi. Los devolvía nuevamente a la vida, les otorgaba -al menos para mí- una segunda y lozana existencia. Me revelaba la extraordinaria actualidad de aquellas intuiciones para la sensibilidad contemporánea, llena también de ruinas y prisiones no muy desemejantes. Mientras tanto, su propia obra se prolongaba secretamente hacia el pasado dejando adivinar el gnóstico Ouroboros, la serpiente que se muerde la cola, el eterno retorno. Que todo lo que es, ya fue, y será. Frente a un pintor del impensable siglo XXII alguien tendrá que repetir -recordando la obra de Gustavo Acosta- ese mismo y antiguo argumento.
XXV
No había templos. No había nada que adorar. Sólo esos dioses falsos, demasiado visibles. No había columnas. Los hombres soportaban el peso -todo el peso- con sólo sus cuerpos. No había escalones. Ningún lugar hacia donde subir. No había cimas. No había cúspides. La gloria era un ligero malestar en las sienes de una corona demasiado pequeña. No había banderas. No había viento. Las banderas se agitaban de soledad, de tedio. No había caminos. Llegaban sólo a ningún sitio. No había entusiasmo. Ni protestas. Ni aplausos. No había luz. No había nada que alumbrar. Todo estaba desierto. Vacío. En silencio. Y entonces alguien dio la orden: "El espectáculo debe continuar".
XXIX
No sé si he leído o imaginado una metáfora sobre la eternidad donde un ángel -el ala blanca de un ángel- roza cada miles de millones de años, y sólo a veces, por azar, un escalón de piedra que llega un día a desgastarse sin que haya transcurrido ni un sólo instante del tiempo de esa eternidad. Quizás lo haya leído en Joyce (pero no, en la de Joyce un pájaro se lleva en el pico cada un millón de años un granito de arena de una inmensa montaña). De cualquier forma, abundan las metáforas sobre esta desmesurada magnitud. La ciencia, la religión, la filosofía, la literatura recurren continuamente a ellas para tratar de demostrar o refutar algún detalle relacionado con la duración del Infierno o con la indestructibilidad de la materia. La pintura, con más o menos suerte, ha intentado también especular sobre el tema. La obra -estoy tentado a decir toda la obra- de Gustavo Acosta pudiera presumir de ser tan sólo una metáfora sobre la eternidad. Las referencias topográficas, históricas que comúnmente constituyen los motivos visibles de sus dibujos y pinturas enmascaran muy débilmente este propósito. Mediante sabe Dios qué intrincados recursos Gustavo logra siempre volatilizar el espacio, desmaterializarlo, hacerlo subjetivo, mental, y a la vez, corporeizar el tiempo, convertirlo en algo físico, perceptible, palpable. Y esta doble operación se realiza dentro de las elementales convenciones de la pintura y el dibujo, con instrumentos similares a los de Turner, Füssli o de Chirico. Porque nada más grato al arte que hablar de lo inconmensurable mediante lo finito y temporal. Así nos detengamos a contemplar columnas, escalinatas, faroles o banderas, la pintura siempre nos hace ver ese "agujero negro" donde desaparecen todas las nociones. Roma, Moscú, Alamar, pudieran ser el mismo y ningún sitio. Fama, Gloria, Poder: vanos fantasmas, ilusiones. Toda la Historia -pasado, presente y porvenir- ocupan para la eternidad el mismo frágil escalón de la metáfora. Nada me cuesta suponer que Gustavo Acosta ha visto sobrevolar aquel ángel.
Orlando Hernández La Habana, 18 de marzo de 1991
©2023 Gustavo Acosta. All rights reserved. Site by Laura Acosta.